Arte liberado
- Ezequiel Dellutri
- 9 nov 2024
- 4 Min. de lectura
Una reflexión sobre el arte y su valor en nuestras vidas

No hay, dicen, peor ciego que el que no quiere ver.
Y a veces nos pasa: nos negamos a ver lo que sucede a nuestro alrededor. Vivimos en mundos a los que solemos comparar con burbujas, pero tal vez no sea una buena imagen: una burbuja se pincha fácil. En realidad, más adecuado sería decir que habitamos pequeñas nueces: de cáscara dura, difícil de romper. Ahí adentro, casi sin darnos cuenta, nuestro mundo se empequeñece, nuestras aspiraciones se reducen y nuestras emociones se van mutilando poco a poco.
La empatía, la capacidad de sentir lo que el otro siente, la base de lo que hoy conocemos como amor en el más amplio sentido del término, fue el principal estímulo para la vida gregaria, lo que nos permite pensarnos como comunidad.
Desde los lejanos tiempos prehistóricos, nuestra vida fue avanzando y nuestro cerebro sufrió adaptaciones prodigiosas. Sin embargo, las pulsiones primitivas continúan viviendo en nosotros más allá de lo meramente instintivo. Descubrimos que el espacio emocional es importante, porque constituye una identidad al movilizar nuestras acciones. Y se sabe: somos lo que hacemos y hacemos lo que sentimos.
Así como el miedo nos hace cruzar de vereda cuando vemos algo sospechoso, otros temores más enraizados en nuestra alma pueden impulsarnos a tomar decisiones equivocadas o también, a no tomarlas: quedarnos en el espacio de comodidad por miedo al cambio. Son resabios de comportamientos primitivos que aún perduran en nosotros, que nos devuelven a un mundo de instintos que deberíamos aprender a dejar atrás.
Porque si bien es cierto que todos somos iguales en cuanto a derechos y responsabilidades, lo que nos enriquece no es lo que nos hace parecidos, sino lo que nos vuelve diferentes. No es en la uniformidad donde crecemos, sino en la pluralidad de visiones y perspectivas. Equivocadamente, pensamos que hay que aceptar la visión del otro, cuando en realidad no se trata de tolerancia, sino del reconocimiento: estoy incompleto si no aprendo a vincularme de manera activa con el pensamiento y la emoción del otro.
Se sabe: cada uno de nosotros tiene una visión distinta del mundo que se construye a partir de vivencias, experiencias y circunstancias particulares. Como con el ADN o las huellas dactilares, no hay dos iguales: somos únicos desde el mismo instante de nuestra concepción, pero además nuestra historia nos hace distintos.
Y es en esa distinción donde entra en juego el arte. Con su habitual ironía, Oscar Wilde sostuvo que el arte es completamente inútil. Reflejaba el pensamiento de muchas personas a las que les cuesta comprender por qué el hombre invierte tanto tiempo y trabajo en algo que parecería no ser redituable. Este pensamiento marca no tanto la incomprensión del hecho artístico, como la falta de profundidad en la visión de nosotros mismos, de la humanidad toda.

La pregunta más inteligente que podemos hacernos es por qué desde los albores de su historia, desde las lejanas cuevas en las que el hombre prehistórico realizó los primeros y rudimentarios intentos de expresión artística, el ser humano necesitó del arte. Responder esa pregunta implica también resolver otra, más específica pero no menos importante: ¿qué es el arte?
El arte es la compleja lucha del ser humano para lograr que su individualidad no se transforme en individualismo. Es un intento por superar las verdades universales para abrirle al otro la puerta a su propia interioridad.
Hay mucha gente que funciona como un muro: cerrados, duros, incapaces de pensar de otra manera. Los artistas son más parecidos a puentes, umbrales, espacios de vinculación. Eligen llegar al otro desde el lugar más arriesgado: el de su propia visión del mundo, una que sienten deben compartir no porque sea superadora, sino porque es complementaria: tiene lo que al otro le falta.
La sociedad se ha empeñado en construir una idea de arte elitista y diferenciadora, pero en su origen, el arte fue profundamente democrático y estuvo enraizado no con lo popular, sino con la profundidad de lo cotidiano. Así, grandes esculturas que hoy casi se esconden dentro de prestigiosos museos, antes estaban al alcance de todos; gran parte de la música y el teatro que consideramos culto tenía como receptor al más pedestre de los hombres.
El arte debe volver a las calles, a las escuelas, a los ámbitos más cotidianos. Nos hemos habituado tanto a la obviedad, a la falta de sutileza, a la elaboración pobre o inexistente de los productos culturales que necesitamos con urgencia recuperar el verdadero espíritu del arte, de la emoción, del ser humano, no para verme en el otro como en un espejo, sino para volver a entender que, como diría Shakespeare, hay mucho más de lo que creemos y soñamos entre el cielo y la tierra.
Porque estoy yo, en mi cáscara de nuez. Y está el otro, en la suya.
Y está la distancia de nuestra ceguera.
Y está el arte, claro. Para iluminarnos.
Para hacernos ver.

Las ilustraciones que acompañan este artículo pertenecen a Jimmy Liao.
La viñeta de humor pertenece al maestro Quino.
Septiembre de 2015.
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